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Uribismo, petrismo y el eterno maniqueísmo político colombiano

  • Foto del escritor: VGD
    VGD
  • 18 jul 2019
  • 4 Min. de lectura

El actual panorama político Colombiano nos ha venido dibujando contornos que ya son harto conocidos en tanto que refleja una de las notas características de la historia política colombiana: la polarización maniqueísta y el relato de los grandes bandos enfrentados. El otrora bipartidismo ha tomado nueva forma en la recia discusión entre petristas y uribistas por el destino de Colombia. Cabe preguntarse por lo tanto ¿Cuál es la causa profunda de esta particular pero nefasta dinámica de la sociedad colombiana?

Hacia 1922 el jurista, filósofo y politólogo alemán, Carl Schmitt, refiriéndose a la moderna concepción del estado, exponía que lo político en la modernidad es lo teológico secularizado, una traducción de los viejos conceptos teológicos de la metafísica cristiana al plano de la política moderna. Esta tesis –que se refleja también en los fundamentos de la ciencia moderna- nos hace reflexionar sobre el elemento que subyace a dicha transposición y a la cual respondemos tentativamente con el concepto Cosmovisión, la visión del mundo que determina un entendimiento particular de la realidad total y de la cual toda forma de conocimiento es su derivación. Una cosmovisión no se transforma de la noche a la mañana sino que sufre una mutación histórica de sus categorías, las cuales retornan al locus sociológico en el que desempeñan análoga función. Esta trasposición de lo religioso al plano político en sentido amplio, implica por lo tanto una extensión de la moral y sus categorías de análisis al campo de la confrontación política de manera explícita y también subconsciente.

Añadamos ahora otra de las nociones basales de la teoría política Schmittiana: la distinción amigo/enemigo como fundamento de la política. Si la moral establece sus criterios a través de la distinción bueno/malo, y la estética la distinción bello/feo, la distinción fundamental de lo político es la relación amigo-enemigo. El enemigo denota una condición de “otredad y una alienación particularmente pronunciados, los cuales definen su propia existencia y para que los conflictos con él sea perfectamente concebibles”. Hablamos de una condición que niega la razón de ser del otro y que tiene la posibilidad de sobrepasar las instancias legales del arbitrio confluyendo en la confrontación violenta. Pero la connotación política implica al tiempo debate y la posible resolución del conflicto, reconociendo la realidad que subyace a la lógica discursiva de mi enemigo, es decir, lo que lo hace ser mi enemigo.

En la historia colombiana la lucha entre conservadores y liberales marcó por mucho tiempo la vida política y social del país, cobrando ingentes cifras de víctimas e imposibilitando la construcción armónica del proyecto nacional. Si bien existieron diversos factores que alimentaban la división, la cuestión religiosa era el muro que dividía a ambos partidos. La dimensión moral pautaba gran parte de la discusión política, lo que es ciertamente válido y natural. Más el error de la política colombiana fue no tanto politizar en torno a discusiones morales-institucionales, cómo reemplazar lo político por lo puramente moral. La división amigo-enemigo se torna en “el bueno” y “el malo” absoluto sin mediación ni discusión. Así, el liberal es el inmoral anticristiano enemigo de Dios, mientras el conservador es el godo, fanático, inquisidor y retrógrado. Y como una degradación característica del proceso de modernización, la moral cristiana queda vaciada de su contenido -el mal también es absuelto por la misericordia y el perdón- llenándose la cáscara con el atávico instinto de guerra contra el malo.

Esta ferviente sensibilidad religiosa colombiana atizada por la politiquería moderna, instala en el subconsciente tanto de creyentes como laicos, un maniqueísmo político que reemplaza la otredad por la visión moral del bueno y el malvado. El enemigo no solo es visto como lo malo absoluto sino todo aquello que se le asocie se reduce a una expresión de su maldad, en suma, satanización. Así, aquel que critique el capitalismo es inmediatamente tachado de comunista, quien critique al comunismo necesariamente tiene que ser un fascista, la crítica a la iglesia católica equivale al epíteto de anticristiano y defender una postura tradicionalista inmediatamente te hace reaccionario.

Este maniqueísmo se prolonga en el presente bajo la nueva forma del uribismo-petrismo. Los adeptos al petrismo apostrofan de uribista no solo a quien defienda la figura y administración del expresidente Uribe, sino también a los taurinos, católicos, empresarios, a las familias de los militares y policías, a los conservadores y a todo lo que se asemeje a la temida “ultraderecha”. Según su relato todo lo que ha estado mal en el país. Por su parte los partidarios del uribismo ven en toda postura crítica una expresión del petrismo, la guerrilla y el castrochavismo comunista. El enemigo malvado es así un chivo expiatorio en el que se proyecta y encarna todo lo que en mi visión política me es molesto y debe ser destruido. Cada bando se arroga la legitimidad de su lucha identificándose como el bueno, ya sea “la gente de bien” o la “ciudadanía libre” y “progresista”. Cada uno cree ser en sí mismo la solución definitiva a los problemas del país y frente a la cual el enemigo es el obstáculo definitivo.

El problema de la pobreza del debate político actual no se debe tanto a la polarización, pues esta es consustancial a la democracia, sino más bien este falso moralismo fanático que impide comprender políticamente la otredad de mi opositor y el sentido que subyace a su discurso. Es necesario comprender que la realidad política no se compone de blanco y negro sino de una serie de matices que conforman la particular forma de entender y actuar de cada quien en la esfera de lo público. El día que abandonemos este maniqueísmo y reconozcamos precisamente la política de cada cual como un valor positivo -dentro de los límites de la legalidad claro está- nos encaminaremos a la construcción de la nación con base a la reconciliación y no a la persecución y el derramamiento de sangre.

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